miércoles, 26 de mayo de 2010

Natación


Hoy he vuelto a saborear lo que es estar realmente viva.
Pura coincidencia, en una charla amigable, banal, cuyo contenido apenas recuerdo, me llevó este miércoles a la piscina junto a una amiga.
Han sido tantas emociones, tantos sentimientos encontrados que me cuesta separarlos y discernir alguno de ellos. Sólo sé que en el mismo momento en el que me encontraba ante la piscina mi corazón dio un vuelco, de puro nervio, lo sé, es una tontería, pero yo soy así. En mi interior se ha formado un torbellino de nervios e ilusión que me ha hecho temblar de arriba abajo. Mi corazón ha trotado con fuerza, bombeando a toda velocidad sangre a todos mis músculos, preparándose para lo que venía.
He vuelto a enfundarme en mi bañador oscuro, con esa ropa elástica y apretada que se ceñía a mi cuerpo como una segunda piel, abrazándome con ternura, acariciándome con ese tacto tan característico, diciéndome lo mucho que me había extrañado. Rescaté mi gorro con forma de tiburón, con esa sonrisa de dientes en sierra y sus ojos enormes, con las aletas sobresaliendo de la hemiesfera.
Mis pies se sentían a la perfección en mis antiguas chanclas, que me miraban desde abajo, ya con el color borrándose y sonriéndome con nostalgia.
Cogí mi toalla, me apreté bien las gafas y comprobé que todavía se ajustaban a mis ojos. Me miré al espejo del vestuario, de refilón. Cualquier persona en mi misma situación se hubiese visto horrible, como un marciano, con esos gorros, las gafas, el bañador resaltando curvas indeseadas... Pero yo me he visto como nunca, de fábula. Totalmente libre, con fuerza.
Sí, lo admito, me he sonreido a mí misma, a mi propio reflejo.
El olor del cloro, el agua, el chapoteo incansable de los nadadores, la humedad del ambiente me susurraban al oído "bienvenida a casa".
El agua reflejaba el color azul propio de las piscinas, el sol entraba por los grandes ventanales, el bochorno propio de las piscinas, todo me llamaba y me atraía por igual.
He tardado en escoger mi calle. Pero finalmente coloqué mis chanclas en una de ellas y estiré todas mis articulaciones, que oxidadas, se quejaron ante la presión haciendo sonoros crujidos. Parezco una vieja a veces.
Sumerjo mis tobillos en el agua y todo mi ser se estremece. Me tiré entera, mi cuerpo se hundió por entero en la vasta inmensidad de agua y todo mi cuerpo se puso a funcionar como un loco.
Mi mente en suspensión, lo único que oía eran los resuellos de mi respiración y el chapoteo del agua al chocar mi cuerpo contra ella.
Todo desaparece para mí, el tiempo, los problemas, mis pensamientos. No queda nada, tan sólo nadar y nadar sin detenerme por mucho que mi cuerpo grite horrorizado de cansancio. Nadar hasta que no queda la mínima energía en mi cuerpo, nadar hasta que mi corazón agote todas sus fuerzas, nadar hasta que mi alma se ahogue, nadar todo lo que pueda y superarme una y otra vez a mí misma.
No sé cuántos metros he hecho, si he superado el kilómetro o los dos kilómetros, casi ni sé decir cuánto rato he estado nadando. No sé nada.
Sólo sé, que a mí ese tiempo, esos largos me parecieron insuficientes, pero realmente satisfactorios. Me marché, volví a probar la fría agua de las duchas del vestuario y entonces, sólo entonces, noto cuán cansado está mi organismo, que se niega a aguantarme sobre mis piernas. Las rodillas tiemblan, los brazos no me hacen caso.
Pero la alegría que me embarga supera todo esto.
Hoy dormiré como un niño pequeño, me acostaré bien temprano, lo sé.
Y seguro que mañana me cuesta todavía más levantarme.

1 comentario: